Madre, yo confieso que he pecado

Yo confieso que he aprendido a sobrevivir. Y a ser independiente. Aprendí a enmascarar o acallar mis emociones, aprendí a dejar el dolor aparcado en una cuneta, en una gasolinera o en un peaje. Seguí adelante sin mirar atrás, aceleré sin pensar ni quién podría seguirme ni el rastro de aceite que podría estar dejando a mi paso. Aprendí a seguir conduciendo sin esperar besos y abrazos, ni indicaciones de ningún copiloto.

Yo confieso que he mentido, manipulado y tergiversado. He movido piezas y personas. Y a personas como piezas. He engañado y modificado, a veces para el beneficio de los demás y otras, para el propio. He acusado y señalado. He juzgado y prejuzgado. Dirigido, llevado, arrinconado.

Yo confieso que he huido. He huido de problemas. He sido un nómada, y he intentado viajar solo en el camino de la vida. He planificado el viaje sin compañeros y con una mochila que estaba más llena de lo que pensaba. Cuando he sentido que me refugiaba en lo que consideraba mi casa, a veces no he dejado entrar a nadie o simplemente los he acabado echando. He querido quedarme aislado. He cerrado puertas en las narices, echado la llave y la he tirado por el retrete. He atornillado algunas cosas al suelo, para que nadie pudiera moverlas de sitio. He tapado otras para que no cogieran polvo, pero han acabado carcomidas por las polillas. Me he tragado las pastillas de alcanfor.

Yo confieso que he matado. He asesinado ilusiones, deseos y anhelos. He decapitado sueños. Estrangulado esperanzas. Hundido autoestimas. Destrozado egos. He clavado espadas en el corazón. He dado mazazos en el pulmón y dejado sin respiración. He lapidado con palabras y crucificado con pensamientos. He reabierto heridas y las he dejado sangrando, sin opción al coágulo.

Yo confieso que he errado. He fallado y he vuelto a fallar. No he aprendido de mis errores, porque pensaba que eran de los demás. La he cagado y he limpiado mi mierda en las paredes. Los azulejos estaban fríos y blancos y carentes de silicona. Ahora son marrones. He enmarronado, faltado, insultado, degradado y despreciado. He gritado, insistido y subrayado defectos, rebajado afectos, dejado desperfectos.

Yo confieso que he olvidado. He olvidado frases, rostros y consejos. He puesto un velo, una cortina, un estor japonés que recordaba ser veneciana.  He olvidado a quién tenía a mi lado, o a quién estaba en frente. He olvidado sus sueños, sus miedos, sus carencias o sus pasados. Siempre recordaba los números de teléfonos y cumpleaños, pero olvidaba los días importantes. He olvidado preguntar, besar, abrazar, acariciar, regar, regular, regalar y regalar los oídos.

Yo confieso que he bebido. He bebido de mi Ego, me he impregnado en él y he acabado apestando a su fragancia. Y borracho es cuando he gritado o he balbuceado, no he hablado claro. Me he dejado embriagar y lo he visto todo deformado en el espejo. He hecho de sus susurros un altavoz, de sus mentiras una evidencia. He mirado desde lo alto de la botella y a través del vidrio templado. He visto al Ego firmando con mi nombre, apropiándose de mi cara, poseyendo mi voz, quitándome esa camisa que tanto me gusta, sirviéndose él solo del puchero, sintiéndose epicentro de sí mismo.

Yo confieso que he oído. He oído, pero no escuchado. He escuchado, pero no asimilado. He oído llantos y llamadas de auxilio que no he atendido. Por cansancio, rabia o egoísmo. Por impotencia. Por inocencia. Por ignorancia. Por no saber qué hacer, ni qué decir. Quizás por omisión de Socorro. He sentido la náusea, la arcada, el gorgeo y el vómito e hincar rodillas en el suelo. He visto el lamento hecho carne y la carne hecha lamento. Las uñas a franjas, los cabellos quemados, los dientes sufridos, la sangre contaminada, los pulmones encharcados, los torsos cercenados, las cabezas peladas.

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